4 de octubre de 2009

Metempsícosis

El día en que la vida de Verónica cambió para siempre fue algo después de que tuviera que compartir su vida con un cerdo. Tendría ella alrededor de veinte años cuando su hermana pequeña lo había regalado como mascota a su mejor amiga. Desafortunadamente, los padres de la amiga habían sentenciado la muerte del inocente animal si permanecía un día más en casa. Así que el animal regresó con Verónica y su familia. Los días iban pasando mientras hablaban y dialogaban el futuro del cerdo hasta que convinieron que permaneciera en su casa, no se sabe si debido a la insistencia de Verónica o a la pereza de buscar otras soluciones más drásticas.

Verónica era un alma solitaria que no encontraba en su familia cariño ni afecto. Pensaba que su familia le menospreciaba. Ellos estaban tan convencidos de su poca valía que ella misma se sentía sin fuerzas para demostrarles lo contrario. A Verónica le hacia ilusión introducir un miembro más en la familia, y quizá por el hecho de tratarse de un miembro extraño, se sentía ella menos disonante.

Un día mientras le estaba poniendo unos espárragos frescos de comida vio que el cerdo le miraba a los ojos. ¿Cómo debía saber este animal por dónde yo miro?- se preguntaba. Sus ojos tenían una profundidad que descubrían un deseo de afecto. Verónica lo acarició y él parecía agradecido.

Algunos días más tarde, se encontraba Verónica en la cama, enferma del estómago. De pronto, oyó unos pasos que venían hacia su cuarto. Sería su madre que ya habría terminado de ver todos los programas del corazón-pensó. Pero al volver los ojos a la entrada, advirtió unos ojos negros y cálidos como nunca había visto. El cerdo se acercó hasta ella y se tumbó en el suelo lo más cerca de su lado.

Todas las tardes, Verónica sacaba a pasear a su cerdo y desde que el primer día le había llevado a un parque, él se había aprendido el camino y arrastras le llevaba hasta la sombra de un plátano centenario donde se tumbaba y ella leía algún libro.

Era la hora de comer cuando su madre se dirigía con una bandeja a la mesa. Ese día, se sirvió ensalada y un librito de lomo. Cuando Verónica se disponía a comer el primer bocado le vino a la cabeza el terrible pensamiento de que iba a comer el mismo animal por el que ella ya sentía un gran cariño. Pensó que quizá, si ese ser vivo que estaba en su plato hubiera tenido la misma suerte que su mascota, ahora podría ser su mascota y no su comida. ¡Estaba comiendo cadáver rebozado!

A partir de ese día nunca más volvió a comer cerdo, ni ninguna otra clase de animal. Quién sabe, quizá tenían el mismo corazón que su cerdo, y sólo porque eran diferentes de nosotros, no creía que fuera ese un motivo suficiente para que se mataran por dar placer a su paladar. Fue ese día cuando convino que debía ponerle un nombre a su cerdo, y le llamó Plutarco.

Verónica vivía sola y tenía entonces treinta y cinco años. Plutarco había muerto hace algún tiempo, y desde ese momento se había vuelto más cerrada, solitaria y seria que nunca.

El día en que volvió a sonreír fue una mañana de sol cuando se disponía a comprar sus verduras en el mercado. Un hombre robusto le tocó por la espalda preguntándole si era la última de la cola. Ella se volvió para contestarte. De pronto, sintió que se le encogía el pecho al advertir en los ojos del hombre una calidez negra y profunda que le resultaba puramente familiar. Verónica hizo ver que se marchaba pero se quedó apartada observando cuál iba a ser la compra de ese hombre misterioso. Se le puso toda la piel de gallina cuando el hombre señaló a la verdulera los espárragos y al momento la dependienta se los envolvía.

Quizá ha sido una casualidad- pensó, todavía con el estómago encogido. Se fue de allí recordando su pasado y sin darse cuenta acabó en el parque. Tantos días le había llevado por este camino que ahora ella lo andaba sin pensarlo. Se armó de valor y fue acercándose poco a poco al plátano centenario, donde no había vuelto desde la muerte de Plutarco. Pero su sitio ya estaba ocupado. Pensó sentarse en algún banco cercano, pero al pasar cerca del ocupante advirtió que éste estaba comiendo, ¡comiendo espárragos frescos! Con la sangre helada intentó buscar los ojos del comensal: era el mismo hombre del mercado. El hombre se dio cuenta que estaba siendo observado y reconociéndola le invitó a sentarse con él. Verónica se ruborizó al instante pero sintió la necesidad de quedarse.

Ese fue el inicio de un bonito romance. Verónica se sentía muy a gusto con él. Él no hablaba mucho pero sus gestos y sus acciones eran cálidos y Verónica se sentía feliz. Ella nunca se atrevió a sacar el tema por miedo a estropear su felicidad pero día a día su certeza se hacia más grande, sobre todo desde el momento en que él le confesó que también era vegetariano.

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